

DESAGRAVIO AL ECCE HOMO
Desde 1997, en los momentos previos a la formación de la Procesión del Silencio, se desarrolla el emotivo acto denominado ‘desagravio’ ante las puertas del Templo de Santa María de Gracia, y ante el Trono del Ecce Homo situado en el umbral de la Iglesia. Los soldados romanos californios rinden honor a la imagen de Cristo en la tarde de Jueves Santo. Tras la lectura y oraciones realizan la ofrenda de una corona de flores que la imagen llevará a sus pies durante la procesión.
Ee el año 2024, como novedad, se creón un concurso entre los miembros de la Sociedad de Escritores de Cartagena, siendo el ganador Dña. María Gema Redondo Rodríguez con el siguiente escrito:
Bajo el sol de Judea, testigos de espanto,
en la cruz del martirio, clavamos su canto.
Fuimos sombras de hierro, sin alma, sin fe,
ejecutores del juicio, verdugos del Rey.
Su sangre en la arena, su carne en la espina,
su aliento entre llagas, su pena divina.
En sus ojos la duda: “¿Por qué me han herido?”
en su boca el perdón, jamás el olvido.
Alzamos la lanza con ciega certeza,
lo herimos sin culpa, lo herimos con fuerza.
Mas cuando expiró, quebró nuestra piel,
y el monte gimió en un trágico laurel.
El trueno rasgó el velo del templo,
la tierra lloró en su último intento.
Nosotros, soldados, de muerte cubiertos,
sentimos el miedo en el aire desierto.
“¡Hemos matado al Justo!”, gritó un centurión,
y su voz quebrantó nuestra dura razón.
La lanza en mi mano, manchada y callosa,
sintió el peso de culpa, mortal y furiosa.
No era un rey con ejércitos fieles,
ni tronos, ni espadas, ni muros crueles.
Era un hombre con gestos de amor incesante,
y a cambio le dimos castigo humillante.
¿Cómo borrar el horror de sus ojos?
¿Cómo limpiar nuestros actos atroces?
Si aún en la muerte nos dio su clemencia,
¿será que hay piedad para nuestra existencia?
Caímos de hinojos, la frente en la roca,
sentimos su llanto quemarnos la boca.
El cielo, testigo de nuestra traición,
veló con su luto la cruel ejecución.
“Señor, si escuchas, perdónanos ya,
fuimos ciegos al verte, no vimos tu paz.”
Y el viento sopló con un eco infinito,
como un murmullo de un reino bendito.
“No sabe lo que hace el que mata en el miedo,
no sabe que el odio es sombra del fuego.
Si hoy me hieren, mañana es amor,
si hoy me matan, resurjo en fulgor.”
Sus palabras flotaban en aire divino,
un eco sin tiempo, sin jaula ni sino.
Sentimos su mano, aunque ya no estuviera,
como un soplo de luz en nuestra ceguera.
Los clavos aún gimen en nuestra memoria,
el madero aún llora su eterna historia.
Mas si en su amor nos brindó redención,
¿seremos dignos de su absolución?
Roma nos hizo de piedra y acero,
forjados en guerras, sin fe ni sendero.
Pero su muerte nos quiebra la entraña,
y en nuestra alma la culpa nos baña.
Nos cubre la sombra de nuestra maldad,
y el alba nos pesa con su claridad.
No somos dignos de hablar su Nombre,
mas clamamos perdón con llanto de hombres.
En la arena escrita su sangre quedó,
y en nuestros pechos la culpa ardió.
Nunca la gloria en victoria alcanzó,
cuando la lanza la vida quebró.
Queremos su paz, su fuego, su rayo,
su voz que nos salve del propio desmayo.
Si él perdonó desde el árbol santo,
¿no escuchará este humilde quebranto?
Soldados de hierro con almas de cera,
buscamos en sombras su luz verdadera.
Y aunque sus ojos no miren los nuestros,
sabemos que vive, que nunca está muerto.
Sobre el Gólgota el eco persiste,
su voz aún canta, su amor aún existe.
Y Roma no calla su súplica ardiendo:
“¡Señor de los cielos, aún te estoy viendo!”
Que caiga la espada, que cese la guerra,
que el Reino del Justo renazca en la tierra.
Y que en su amor, de su misma entraña,
los verdugos del Hombre sean hombres sin saña.
María Gema Redondo Rodríguez